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El respeto a la vida, una filosofía equilibrada

Juan María Tellería Larrañaga>> Los presupuestos socio-culturales de nuestros días, que no son los mismos en los que se educaron las generaciones que nos han precedido, o incluso quienes hoy somos adultos, inciden mucho en el respeto a la vida como un valor determinante de las naciones civilizadas. Y no podemos por menos que reconocer su gran acierto, y aplaudirlo públicamente, si se da el caso. Demasiado belicismo y lujo de crueldad se había respirado hasta en los sistemas educativos de épocas no excesivamente lejanas. Ya era hora de que se generase una sensibilización diferente, y que fuera calando, aunque a veces con cierta lentitud, en la mentalidad de las gentes.

Dicho lo cual, y puesto que en todo lo humano se hallan deficiencias muy lógicas, muy inherentes a nuestra condición de hijos de Adán, constatamos que esta filosofía del respeto a la vida, pese al equilibrio que en sí debiera conllevar, a veces viene presentada con unos tintes de fanatismo, y casi de fundamentalismo religioso, que podrían desvirtuarla. Que la desvirtúan de hecho ante ciertos sectores de la población, y que le atribuyen unas implicaciones, incluso políticas, nada favorables; todo lo contrario.

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Pensamos, de entrada, en los defensores a ultranza de la vida animal. Salvedad hecha de ciertas excepciones realmente aberrantes, pensamos que hoy casi nadie en su sano juicio se mostrará partidario del maltrato o el exterminio de especies exóticas solo por el placer de matar. Y desde luego, las polémicas generadas en relación con la así mal llamada “fiesta nacional” española, ya se desarrolle en la propia España o en otras latitudes, y otros festejos taurinos por un estilo, han venido a demostrar, si falta hacía, que existe ya toda una conciencia de repulsa a esa violencia gratuita e innecesaria para con seres vivos, por mucha tradición que tenga a sus espaldas o por mucho significado atávico que la antropología y la historia le hayan atribuido. Las imágenes de toros maltratados, malheridos o en trance de muerte que se difunden de continuo por los distintos medios de comunicación, resultan de por sí tan repugnantes, que incluso a quienes jamás hemos prestado atención a ese tipo de espectáculos (y de hecho, nunca hemos participado de ellos) nos hacen realmente daño. Un daño moral, queremos decir. Con todo el peso negativo de esa barbarie, en la cual quien sale peor parado es el propio hombre, no la bestia, sea esta toro, perro, gallo, carnero, ballenato o la especie que se quiera, no podemos caer en el extremo de colocar la vida de un animal en estricta paridad con o por encima de la de los seres humanos, ni tampoco en el de llegar a condenar el consumo de carne o pescado como alimento. El respeto a la vida exige un respeto a las cadenas alimenticias que la propia evolución ha ido generando en las distintas especies y a lo largo de millones de años. El ser humano, que ocupa en el orden del mundo el lugar más alto como criatura racional, no es, dígase lo que se quiera, naturalmente vegetariano, ni tampoco carnívoro estricto, sino omnívoro. Del mismo modo que nos resulta repulsivo el maltrato animal gratuito, también se nos hace intolerable la agresividad con la que ciertos grupos extremistas, en nombre del derecho a la vida, actúan frente a quienes nos alimentamos de todo aquello que el planeta produce y nuestro estómago tolera, sea vegetal, sea animal. No puede haber respeto real y equilibrado a la vida si tan solo lo ceñimos a unas especies muy concretas. Debe abarcarlas todas, pero conforme al orden natural que hace que unos nos alimentemos de otros, o nos sirvamos de ellos con fines aceptables.

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En segundo lugar, pensamos también en quienes han elevado la idea de la conservación del planeta Tierra a la categoría de dogma irrefutable, yendo más allá de lo racional y estigmatizando a nuestra propia especie. Si bien es cierto que cualquier creencia tiene derecho a ser respetada, lo mínimo que se le puede exigir, máxime en sociedades más avanzadas científica, técnica y culturalmente, es unos mínimos de racionalidad. Nos hastían ya las constantes condenas de ciertos grupos extremistas, que llegan a culparnos a los seres humanos del actual cambio climático y a desear nuestra extinción en bien de la Tierra. A veces, escuchando ciertos argumentos y discusiones sobre este asunto, hemos tenido la triste impresión de haber sido retrotraídos a la Edad Media. Quienes en su día acudimos a la escuela, aprendimos que a lo largo del tiempo nuestro planeta se ha visto confrontado a grandes alteraciones climáticas generadas por mil razones distintas, cuando aún no existía el hombre. E incluso a lo largo de nuestra historia computada y computable se han registrado enormes cambios climáticos, devastadores incluso para la trayectoria de pueblos enteros, no generados por ningún sistema industrial. El cambio climático que hoy vivimos, y al que vamos adaptándonos ya, según parece (nuestra especie ha sido diseñada para adaptarse a situaciones muy distintas), no se ha producido hoy, ni siquiera a finales del siglo XX. Ya se empieza a constatar en una época como finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuando se toma conciencia del retroceso de los hielos polares y la banquisa, que, según parece, llegaba casi a rozar las islas Británicas. El calentamiento global del que hoy tanto se habla, ya había comenzado mucho antes de que naciéramos nosotros o existiera el entramado industrial que hoy conocemos y que, nadie lo podría negar, no contribuye a la mejora del medio ambiente.

Respeto a la vida, el máximo: del propio mundo en que habitamos, de su variopinto manto vegetal, de su innumerable y hermosa fauna, y de nosotros mismos, en un perfecto y delicado equilibrio.

Que no, que el ser humano no es una especie maligna, ni una desgracia para la Tierra, ni un error de la evolución, ni tampoco una equivocación del Creador. Somos lo que somos, y estamos llamados a conservar y respetar el mundo en que vivimos y la vida que nos rodea, sirviéndonos de todo ello con la racionalidad y la moderación necesarias inherentes a nuestra naturaleza. Que lo hayamos hecho mal en infinidad de ocasiones no significa que vayamos a destruir nuestro propio planeta; eso está bien para las películas o la literatura de ciencia ficción, pero no es la realidad. Precisamente, hemos sido diseñados para vivir y para hacer vivir, sean cuales fueren las condiciones en que nos encontremos.

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Respeto a la vida, el máximo: del propio mundo en que habitamos, de su variopinto manto vegetal, de su innumerable y hermosa fauna, y de nosotros mismos, en un perfecto y delicado equilibrio. Nunca respetaremos la vida animal o vegetal que nos rodea mejor de lo que respetamos y valoramos la de nuestros propios semejantes.

Fotos: Creative Commons.

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